Texto extraído del catálogo de la exposición de Enrique Lledó en la sala de exposiciones de la CAM, Alicante, del 10 al 30 de Enero de 1995
Seguramente sea un hombre atormentado por las contradicciones. Ahora mismo estoy queriendo escribir esta, a modo de definición de mí mismo, y, a la vez, estoy deseando huir para no tener que hacerlo.
Cuando, cargado de bártulos salgo a pintar al campo, por nuestras montañas, buscando lugares que ya he visto otras veces, muchas veces quizá, siempre, siempre, me sorprende su contemplación como un lugar nuevo, un lugar que descubro entonces, en ese mismo encuentro. Y es cuando, como pintor, ante el fluir de sensaciones, de emoción que el paisaje está transmitiéndome; al sentir la grandeza de su silencio, lo vibrante de su luz; oír el tintineo de la esquila de algunas cabras lejanas, -como manchitas negras, moviéndose en su pastoreo por las laderas- o el rasgar el aire de un halcón cazador; o el susurro del viento entre los pinos, o el brillo de los breñales; o sentir el fuerte calor del so1 sobre mi cabeza, me siento lleno de dudas.
Quizá, al pintar, pienso, comience a romper el milagro de Ia maravilla que tengo allí, inmerso en ella, envolviéndole completamente. Y dudo entonces, porque: no será que este, o vaya a estar, profanando la pureza de ese equilibrio? Y me quedo, a veces, quieto, llenándome de nostalgia, de querencia de ese paisaje, de su momento. Aprehendiéndolo. Y recuerdo intensamente a Van Gogh, desgarrándosele el pecho por no poder, creía, alcanzar con su pintura la sencillez y la grandiosidad de sus paisajes de Auvers; o en Cezanne, buscando siempre la perfección absoluta, abriendo nuevos Caminos; o en Emilio Varela, nuestro querido Varela, más tímido, más huidizo, tan profundo...
Y me siento nada. Y quisiera no pintar nunca más. Pero pinto, y, a veces, acaso quede en el lienzo la huella, el temblor de esa emoción ascendente, tumultuosa, desbordante, desgarradora. Y sea al final lo mejor del cuadro.
Yo amo la naturaleza. Quizá fueran los primeros carmines que registraron mis ojos, los de un atardecer en el Cabezón del Oro. Y es que nací en el campo -30 de abril de 1923- en el término municipal de Muchamiel, desde donde se contempla. Y también es entonces cuando comenzaron mis contradicciones, porque, tan debilucho nací, según me contaba mi abuelo Salvador, al que yo quería con locura, tuvieron que bautizarme de urgencia en Tángel, antes de que, temían, me fuera al otro mundo sin el Sacramento, como le había sucedido a una hermana mía en el primer parto de mi madre.
Ella, mi madre, se llamaba María, como la suya, y mi padre, siguiendo la tradición familiar para el mayor de los hijos Varones, Enrique. Tuve suerte y me sobrepuse a ese primer sobresalto que proporcione, sin quererlo, a los míos. Vino después el colegio, el bachillerato. Intente Arquitectura, y me matricule en Químicas y en Letras en Murcia. Dibujaba casi desde siempre -se me daba con facilidad- y eso fue definiendo mi vocación . Procuré y procuro ser honesto, sincero, y sencillo, y en mis cuadros, creo que nunca trasluce el tormento, la desazón, el martirio que me ha costado pintarlos.
Y nada más, porque quiero que estas palabras, escritas a propósito las últimas, pero que ocupan el primer lugar en mi sentimiento, sean de sincero agradecimiento a ésta institución. A quienes escriben sobre mí en este catálogo, cuyos textos, al leerlos, han llegado a sonrojarme, Y a quienes, con su gesto Y su amistad han hecho posible esta muestra.
A todos, gracias.